jueves, 29 de mayo de 2008

Halloween 1978

En Textos de textos le doy la bienvenida a otros pensadores que insinuan saber de lo que hablan, o pretenden ser duros amaestrados en su profesión como escritores, es por ello importante darle la bienvenida a un escritor novato que escribió algún día sobre la película Halloween de 1978 (aplausos)


Juan Carlos Matilla.

Filme mítico ("Halloween", 1978) supuso la consagración definitiva de John Carpenter en el ámbito del cine de horror contemporáneo. Carpenter es uno de los pocos cineastas de la actualidad cuya modernidad está a prueba de modas pasajeras y caprichos eventuales de la crítica. Nos acercamos a esta mítica obra con la humilde intención de reverenciar el talento de un creador único y, de paso, glosar la tétrica figura de un icono del séptimo arte: Michael Myers
Elegante constructor de formas visuales y deslumbrante narrador en imágenes, la figura de John Carpenter destaca en el terreno del cine estadounidense por su radical independencia, su progresismo alejado de las leyes de lo políticamente correcto y por su fidelidad a un estilo visual caracterizado por su pasión por los clásicos del cine americano (Hawks, Ford y todo el western en particular), el soberbio uso del formato panorámico (al que siempre le ha sido fiel) y su predilección por primar la sugerencia por encima de lo explícito. Tras debutar con Dark Star (1974) y sorprender a la crítica con Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976), en 1978 Carpenter alumbró parte del cine moderno de horror con La noche de Halloween, la cinta que le dio fama mundial y prestigio crítico amén de la deseada categoría de auteur concedida por la prensa francesa (algo menospreciado por algunos directores aunque, en realidad, darían media vida por conseguirlo). Además, con este filme inició su época de mayor esplendor artístico, constituido por otras tres obras maestras como son La niebla (The Fog, 1980), 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), y La cosa (The Thing, 1982), que junto con La noche de Halloween conforman un esplendoroso póquer de aciertos que permanecerá para siempre entre lo más destacado del cine fantástico de todos los tiempos.
Hagamos un poco de historia. El origen de La noche de Halloween se debió a una iniciativa del distribuidor estadounidense Irwin Yablans (quien se había encargado de la exhibición en EUA de Asalto a la comisaría del distrito 13). Yablans le propuso un proyecto de filme de horror a Carpenter y le avanzó sólo dos ideas que finalmente resultarían fundamentales: la película debía situarse en la noche de Halloween y se titularía The Babby Sitters’s Murderers (algo así como "Los asesinos de las niñeras"), ya que la intención del distribuidor era realizar un filme barato que se vendiera bien entre el público adolescente, por lo que potenció ya desde el principio la temática juvenil. Molesto tras su negativa experiencia durante la preproducción de Ojos (Eyes of Laura Mars, 1978), Carpenter aceptó enseguida pero exigió el control total de la obra, condición que fue aceptada por el productor y cineasta Moustapha Akkad a cambio de una espectacular reducción de presupuesto (el filme costó unos míseros 320.000 dólares). Con la colaboración de Debra Hill (productora de sus primeros filmes), Carpenter escribió en sólo 8 días el guión definitivo en el que se propuso recuperar parte del lado más de enigmático y maléfico de la leyenda céltica de Halloween a partir de un tratamiento narrativo deudor del giallo italiano y de otras obras de horror como El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) de Michael Powell (cuya secuencia inicial recuerda en parte a la de La noche de Halloween) y la filmografía de Alfred Hitchcock (aunque la influencia del maestro del suspense se hizo más evidente en su siguiente filme, La niebla). Por otro lado, la elección del reparto combinó ciertos actores semidesconocidos que se acabarían convirtiendo en rostros habituales en el cine carpenteriano (como Nancy Loomis o Charles Cyphers), con dos aciertos totales: Jamie Lee Curtis (cuya esforzada interpretación de la acechada Laurie Straude le valió el título de Reina del Grito) y el gran Donald Pleasence (quien supo otorgar al papel del doctor Loomis el tono obsesivo de todo buen discípulo de Van Helsing).

El carácter sobrenatural de Myers también incide en la forma en que los escenarios son mostrados. Desde el punto de vista de la ortodoxia narrativa, hay muchos momentos incoherentes en La noche de Halloween en los que Carpenter rompe a propósito la lógica del relato para insistir en el poder casi panteísta de Myers.

El filme se rodó en California en 21 días y, tras el estreno, se convirtió en el filme independiente de mayor recaudación de la historia. Su revolucionaria puesta en escena, su temática y enfoque siniestros y su decidida apuesta por ganarse el beneplácito del público juvenil sentaron cátedra. Tal fue el éxito del filme que creó un nueva corriente en el cine de horror contemporáneo: el slasher, subgénero que proliferó en Estados Unidos durante la década siguiente con títulos como, Viernes 13 (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham, Prom Night (1980), de Paul Lynch, o El tren del terror (Terror Train,1981), de Roger Spottiswoode, obras muy irregulares aunque todas ellas bebieran directamente de los brillantes postulados estéticos y éticos de La noche de Halloween. Años más tarde, el tándem Kevin Williamson-Wes Craven (responsables de la infumable saga de Scream) intentaron actualizar las principales aportaciones estéticas del filme de Carpenter pero, en lugar de inspirarse en su excelente trabajo de puesta en escena, se limitaron a reducir sus motivos iconográficos a meros clichés. No ha sido hasta hace bien poco, con filmes como Alta tensión (Haute tension, 2003), de Alexander Aja, o La casa de los 1000 cadáveres (House of 1000 Corpses, 2003), de Rob Zombie, que la huella de La noche de Halloween ha sido sabiamente recogida por las nuevas generaciones de cineastas.Dejando a un lado la génesis del filme, el primer aspecto de la obra que me gustaría comentar es la novedosa concepción del personaje de Michael Myers, cuya originalidad se debe a una razón ya conocida por todos los amantes del género de terror: La noche de Halloween recogía una visión del psicópata entendido como una expresión de la maldad en su estado más puro y abstracto. A diferencia de los asesinos trágicos e imperfectos de los gialli, los seres escindidos de Hitchcock o Powell o los criminales góticos y decadentes al estilo del doctor Jeckyl o Jack el destripador, Myers es el Mal en mayúsculas, sin ningún tipo de coartada psicoanalítca, sociológica o cultural. Además, la noción de malignidad para Carpenter es, como muy bien apunta el crítico Quim Casas, una "fuerza de la naturaleza", por tanto, superior a la capacidad de cualquier ser humano. A pesar de que el director de Golpe en la pequeña China sitúa al personaje en un lugar y tiempo determinados y le da una identidad concreta, Myers no es un personaje más, es una entidad de pura maldad que rechaza todo lo humano (de hecho, se cubre con una máscara para borrar su identidad) y adquiere dotes sobrenaturales (su poder es inmortal y su malignidad, omnipresente).

Pero la gran baza del filme es su apuesta decidida por el minimalismo formal, el ascetismo estético y el mantenimiento del tempo de suspense hasta el límite. Además, Carpenter construye los momentos terroríficos del filme a partir de una expresiva suma de elementos cotidianos y otros más estilizados.

Fruto de esta personal concepción del mal (abstracta e intangible), el tratamiento del espacio fílmico en La noche de Halloween es profundamente coherente a la identidad sobrenatural y demiúrgica de Michael Myers. Tanto los elementos de escenografía del relato (decorados grises, casas en ruina, espacios muertos y deshabitados) como los mecanismos narrativos que utiliza Carpenter para filmarlos (travellings laterales, profundidad de campo, planos subjetivos, largos planos-secuencia y reencuadres misteriosos) muestran un tratamiento de los escenarios en los que es más importante revelar el inquietante punto de vista del asesino que no los acontecimientos en sí mismos. Tal y como definió acertadamente el especialista Gonzalo de Lucas en La noche de Halloween se produce una autentica "posesión del espacio" de manos del personaje del psicópata (y finalmente, del propio Carpenter). Ya desde el celebérrimo plano-secuencia inicial, la cámara se identifica con el punto de vista del asesino, creando así una conseguida atmósfera de terror puro que busca continuamente la sensación de intranquilidad, de acecho continuo. El espacio pasará de ser un elemento externo a convertirse en un mecanismo más de la malignidad del monstruo, en una prolongación de su poder. Así, los largos travellings iniciales que muestran los paseos de los protagonistas durante la primera media hora del metraje (la parte más interesante de la película, sin duda) inciden en la idea de que alguien (o algo) está espiando desde el fuera de campo (sensación que se enfatiza gracias al magnífico uso que hace Carpenter de la profundidad de campo y el scope). Además, el uso de la cámara en movimiento, de los lánguidos planos estáticos que muestran la urbanización deshabitada, del continuo sonido en off de la respiración de Myers o de los breves escorzos de la silueta del asesino agazapado en la oscuridad o escondido detrás de puertas, sábanas colgadas o matorrales, son un reflejo de esta idea. Con ellos, Carpenter parece querer decirnos que el psicópata controla los espacios a su voluntad ya que él es, en definitiva, el demiurgo de la acción (aspecto que también se encontraba en los gialli italianos pero no desde un punto tan estilizado como en La noche de Halloween).
El carácter sobrenatural de Myers también incide en la forma en que los escenarios son mostrados. Desde el punto de vista de la ortodoxia narrativa, hay muchos momentos incoherentes en La noche de Halloween en los que Carpenter rompe a propósito la lógica del relato para insistir en el poder casi panteísta de Myers. En el primero de ellos, Carpenter introduce un travelling lateral presuntamente subjetivo de Myers persiguiendo desde el interior de un coche a Tommy, uno de los niños protagonistas, pero este movimiento se realiza desde un ángulo imposible ya que no está filmado desde el asiento del conductor sino desde el trasero, que permanece vacío (en realidad, no es Myers sino el propio espacio el que está espiando al niño). Lo mismo ocurre con otro momento en el que Carpenter, desde un punto de vista aparentemente objetivo, filma en travelling a Laurie junto a sus amigas pero, de golpe, la cámara se detiene mientras las jóvenes avanzan por la calle. En este momento Carpenter, en lugar de cortar el plano, rompe la lógica clásica y lo mantiene hasta que al final introduce un breve y anarrativo movimiento de cámara que insinúa que algo las está espiando aunque no se introduzca ningún inserto de la figura de Myers (con lo que convierte un plano externo a uno extrañamente subjetivo). Esta obsesión por el poder asfixiante e inquietante de los espacios queda subrayado en el memorable final de la película (un sabio ejemplo de cómo introducir los tiempos muertos en la narrativa fantástica), en el que Carpenter recorre los siniestros y deshabitados escenarios del filme, en los que aún percibimos la huella de Myers (ya que oímos su respiración amplificada) pero no le vemos (señal de que, en realidad, lo importante no es su presencia física sino su poder indeterminado y maligno). Todas estas rupturas no hacen otra cosa que demostrar el talento de Carpenter a la hora de subvertir los mecanismos habituales de la narración de suspense.

Pero la gran baza del filme es su apuesta decidida por el minimalismo formal, el ascetismo estético y el mantenimiento del tempo de suspense hasta el límite. Además, Carpenter construye los momentos terroríficos del filme a partir de una expresiva suma de elementos cotidianos (un coche vagando por la ciudad, un teléfono que suena de forma inesperada, una casa deshabitada) y otros más estilizados (como el ya citado plano-secuencia inicial o el siniestro plano de los pacientes del psiquiátrico vagando por la oscuridad, un guiño más que evidente a los filmes de George A. Romero). La elegancia de la puesta en escena, la presencia constante de la "sombra" de Myers en el espacio y la ausencia de efectos gratuitos son utilizados para construir un relato turbio y angustioso sobre el desamparo del ser humano ante lo desconocido. Tal es el clima de inquietud que construye Carpenter que, hacia el final del metraje, cualquier cambio de plano, movimiento de cámara o reencuadre provoca una gran sensación de desasosiego en el espectador, consciente de que La noche de Halloween es un filme sin lugares seguros ni escondites acogedores.
La noche de Halloween es uno de los pocos títulos que justifican por sí solos la férrea defensa que muchos hacemos de la calidad del cine de horror. Su perfección visual, su malsana poética y su hálito de obra inmortal son los motivos que deben (y pueden) prestigiar un género.

El éxito de la inmortal obra de Carpenter generó siete secuelas, de las cuales sólo conozco cinco. A diferencia del resto de sagas del cine de horror contemporáneo (véase Aullidos, Viernes 13 o Pesadilla en Elm Street), lo cierto es que no todos los filmes de la saga de Halloween son execrables sino que más de uno contiene momentos inspirados y son altamente recomendables. Las más interesantes son las dos primeras, que aún navegan por territorio 100% carpenteriano. La primera de ellas, Sanguinario (Halloween II, 1981), de Rick Rosenthal (hombre de confianza de Carpenter), continua la narración justo en el momento en el que la dejó el creador de La niebla: en la noche de Halloween de 1978. Protagonizada por los mismo intérpretes, Sanguinario se beneficia de la sensación de déja vu que desprende el metraje ya que retoma (aunque sin el mismo acierto) el estilo de Carpenter (mismo uso de la cámara subjetiva, del alargamiento del tempo del suspense y de los efectos de sonido) pero a la vez lo traiciona al introducir un vínculo familiar entre Michael Myers y Laurie (en realidad, son hermanos), con lo que justifica la enferma sed de venganza del asesino (aspecto que se aparta por completo de la visión abstracta del Mal del filme de Carpenter). El siguiente filme (sin duda el mejor de la saga) fue Halloween III. La hora de la bruja (Halloween III. The Season of The Witch, 1982), dirigida por Tommy Lee Wallace (otro de los habituales colaboradores de Carpenter), aunque habría que decir que en realidad no se trata de una secuela ya que la trama se aparta por completo del personaje de Michael Myers (que ni aparece en el filme) y se centra en la actualización de la leyenda céltica de la noche de Halloween a partir de la figura de un enajenado empresario de juguetes que idea unas infernales máscaras infantiles destinadas a destruir a todo el que se las ponga durante la fatídica noche y desatar así una nueva época de maldad (aquí se nota la influencia de la obra del creador de Quatermass, Nigel Kneale, una de las grandes influencias de la filmografía de Carpenter). Tensa, original y (bastante) violenta, esta secuela es una de las grandes películas olvidadas del género y su ajustado ritmo, su singular planteamiento, su aura de filme maldito y su expresa voluntad por apartarse de las líneas argumentales del primer filme de la saga bien merecen un reconocimiento general, aunque sea tardío. Estas dos secuelas fueron supervisadas por Carpenter (quien se reservó las tareas de producción y guión) y eso se nota en el genuino aroma de serie B que desprenden y en el estilo distanciado y minimalista característico del autor de Vampiros.
Tras dos secuelas (Halloween IV, 1988, de Dwigt H. Little y Halloween V, 1989, de Dominique Othenin-Girard) que desconozco pero en las que se retomó la figura de Myers, Joe Chapelle se hizo cargo de la sexta parte: un desaguisado llamado Halloween. La maldición de Michael Myers (Halloween. The Curse of Michael Myers, 1995) en las que la sombra de Carpenter ya no aparece por ninguna parte. Frenética e hiperviolenta, Chapelle abraza el estilo visual más manido (montaje en corto, ángulos forzados y ritmo trepidante) para continuar la saga, en la que Myers persigue ahora a los descendientes de Laurie, personaje que ya no aparecía en las dos anteriores partes. A partir de este título, la saga avanzó hacia terrenos convencionales y muy influidos por las obras de Kevin Williamson y Wes Craven en dos obras del todo prescindibles: Halloween H20 (1998), de Steve Miner y Halloween. Resurrection (2002), de nuevo dirigida por Rick Rosenthal, flojas continuaciones de presupuesto más holgado que, a pesar del regreso de Jamie Lee Curtis, no logran despertar el más mínimo interés.
La noche de Halloween es uno de los pocos títulos que justifican por sí solos la férrea defensa que muchos hacemos de la calidad del cine de horror. Su perfección visual, su malsana poética y su hálito de obra inmortal son los motivos que deben (y pueden) prestigiar un género. Mucho le debemos a Carpenter, pero a la vista de la categoría artística de La noche de Halloween, las palabras de defensa de los entusiastas del cine fantástico no bastan. Quizás vaya siendo hora de que los grandes creadores que han sido tradicionalmente despreciados por según que círculos, debido a su adscripción a los géneros "populares", reciban el reconocimiento que merecen.




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